Imagen destacada: Fragmento de la película Canaguaro

 

(Cuentos sobre Violencia en Colombia 1 de 5)*

 

Un cuento de Plinio Apuleyo Mendoza

 

A Eduardo Franco, el general

 

Cuatro años peleando, sí señor; cuatro años echándonos candela con los patones. Si no fuera por los muertos y por la muerte, que de tiempo en tiempo pasaba rozándonos el ala del sombrero, diría que tuvimos la gran fiesta. Acostúmbrense a la idea, decía a mis chusmeros: se van a morir, están muertos, cosa de no extrañarse cuando los tiemplen de un balazo. Al principio éramos pocos y andábamos descalzos, mal armados con revólveres y escopetas, escurriéndonos por caminos de duendes, lejos de los trapiches y pasos reales donde estaba la tropa. Guindábamos los chinchorros en los varales de los ranchos abandonados y para no ser delatados por ningún ruido teníamos que descabezar gallos y ahorcar los perros del monte. Después se animó el baile. El gobierno envió más tropa, la tropa llegó quemando ranchos y a la vuelta de un año largo no éramos docenas sino miles. Todo el llano, de Arauca a San Martín, estaba hirviendo de chusmeros. No daban abasto los patones, ni aviones ni bombas les valían.

¡Qué años! Todavía me acuerdo de aquellas madrugadas de la guerrilla, del café cerrero y la brisa soplando en los pajonales cuando se apagaban las últimas estrellas. Me acuerdo de las fogatas, las conversaciones en la noche de chinchorro a chinchorro. Cuando más duro era el acoso, más hermanos, más camaritas nos sentíamos. No sé por qué empezamos a llamarnos así, camaritas. ¡Adiós, camarita!, ¡Qué hubo camarita!… con eso nos decíamos todo. ¡Qué época! Pensar que tuvimos la revolución a tiro de soga. Pensar que nos la cambiaron por un cuartelazo, pobre chusma.

Me acuerdo, como si fuera ayer, del día que enterramos las armas. La víspera, en vez de bombas, los aviones militares habían largado sobre el campamento paquetes de diarios y un diluvio de hojas volantes. Los periódicos hablaban del fin de la dictadura, de la paz, de la amnistía, de la entrega pacífica de las guerrillas en todo el llano. Y no era mentira, allí estaban las fotos de Guadalupe, de Aluma, los Galindo y el Negro Miguel Suárez al frente de sus columnas de chusmeros bien formados, entregándole sus armas al Ejército. Paz. Amnistía. Dos palabras y todos se habían ido de jeta. Y nosotros, ¿qué podíamos hacer? Éramos el comando guerrillero que más cerca operaba de la frontera, el más remoto, el último. Por un momento creíamos posible continuar la lucha. Pero qué va, nos habrían aplastado. Lo vimos claro cuando llegaron los estafetas contando que en los pueblos había ambiente de fiesta, por todos lados banderas y el himno nacional, y la gente, nuestra gente, cambiando sus armas por bultos de sal y panela; a veces por menos, por un discurso y un ramito de flores que les entregaban las niñas de la escuela. Así que nosotros decidimos acabar la fiesta de otra manera. Decidimos enterrar las armas y dispersarnos para siempre.

Me acuerdo que madrugamos a recoger chinchorros y a guardar trastos. Antes de ensillar las bestias, di orden de tumbar las horquetas de los fogones y echar tierra sobre las cenizas para que no quedara ni rastros del campamento. Cuando llegó el momento de dispersarnos llamé a mis hombres. Los veía callados, cerreros. Llevábamos tanto tiempo en el mismo paseo… Muchos habían llegado al llano desde el principio, cuatro años antes, sin más idea que salvar el pellejo, con hambre, miedo, llenos de piojos. Para vivir habían tenido que ponerse inteligentes, señor: el que no, se moría. Habían aprendido a moverse en manada por toda la llanura. Habían aprendido a estar un día aquí y otro allá, a escurrirse por el monte igual que los indios y armar trampas para cazar a los patones como venados. Y ahora les salía yo con el cuento triste: se acabó la fiesta, dejen las armas y vuélvase cada cual por su lado sin más compañía que su caballo y una muda de ropa. Razón tenían de andar retrecheros. Para que no perdieran tan pronto la costumbre, resolví darles de adiós mis últimas órdenes.

—Quítense de encima toda prenda militar —les dije—. Nada de cascos, chacos o pañuelitos rojos al cuello. Nada de disfraces.

Poca gracia les hizo que ordenara a Puntería, mi segundo, recoger las armas. Se miraban inquietos. Alguien, hablando por todos, se atrevió a preguntarme qué pensaba hacer con los fierros. Ahí mismo sentí que habían tenido atorada la pregunta, se les salía por los ojos.

—Enterrarlos —les dije.—

¿Dónde? —me preguntaron.

—En sitio seguro. Digamos que es secreto militar.

—Será la guaca de la chusma —dijo Puntería sin dejar de recoger los fusiles para colocarlos sobre un trozo de tela encerada. Pero nadie se rió. Seguían mirándome, cada uno atisbando sus propias dudas en la cara del otro.

—Así es, la guaca de la chusma —les dije—. Y no pasará mucho tiempo antes de que los fierros vuelvan a sus manos. Lo de ahora no es sino un respiro.

—Pero el llano es grande, coronel —me dijo alguno.

—Por grande que sea, no hay tiro en el Arauca que no se escuche en San Martín. Para encontrarnos será pequeño.

Me acuerdo que hubo un silencio y que, mientras ese silencio duró, escuchamos en alguna parte, cerca del río, un clamor de guacharacas.

—Nos vamos —les anuncié para terminar de una vez aquel coloquio—. A la guerrillera, sin despedidas.

Se fueron desgranando del círculo para echarse al hombro las capoteras, de mala gana y despacio, como si les doliera. Y así terminó todo.

Puntería me ayudó a llevar las armas a la orilla del río. Puntería era un chusmero de los buenos: pequeño y taimado como un gato y también con algo de gato en los ojos amarillos, que apenas se le veían bajo el sombrero de fieltro. Era el último y el único que quedaba vivo, de cuatro hermanos que bajaron de la cordillera al llano cuando la policía llegó al norte de Boyacá arrasando pueblos liberales.

—La verdad es que nadie quiere regresar a los hatos y a los pueblos para tascar otra vez el freno —me decía—. Se dispersan pero no saben adonde.

Ahora que la guerra había terminado, a Puntería le atraía la manigua, quería irse al Vichada. Tampoco yo sabía exactamente dónde iría a colgar mi chinchorro.

—Quizá me vaya a Venezuela —le dije—. Venezuela está ahí mismo, a la otra orilla del río.

El bote estaba listo, con su motor fuera de borda instalado y la proa encallada en el playón. Manolo Sandoval nos estaba aguardando con una caneca, tres palas y un talego de cal. Todo estaba dispuesto para el entierro. Cuando trajimos el resto de las armas, contamos diez fusiles, un F. A. y una ametralladora Thompson, que colocamos en el fondo del bote, envueltos en tela encerada.

Río abajo encontramos un lugar que nos pareció bueno. Podría reconocerlo todavía por el enorme higuerón que se levanta en un promontorio, sobre la hojarasca de la ribera. Frente al higuerón, en la orilla opuesta, hay un barranco amarillo. Examiné con cuidado los rastrojos. Luego, para llegar al pie del árbol, tuvimos que abrir trocha. Puntería, poniéndose en cuclillas, tomó un terrón y lo observó. Nos dijo que era tierra seca y a buen nivel; no había peligro de inundaciones. Manolo se había quedado escuchando el grito de los guacamayos en el monte.—Es un lugar de brujos —dijo.

Cavamos a cinco pasos del higuerón para que el hoyo no estuviera al alcance de sus raíces. Trabajamos por espacio de una hora. Primero limpiamos el terreno con un machete; luego nos pusimos a cavar como sepultureros, hundiendo las palas con el apoyo de las botas, porque la tierra parecía endurecida por el verano, hasta cuando el hoyo tuvo una profundidad de metro y medio. Entonces colocamos dentro la caneca, que había sido curada con pendare. Vertimos en ella la cal y en seguida depositamos las armas. Finalmente cerramos la caneca con cuidado y la cubrimos con cuarenta centímetros de tierra bien apisonada.

Cuando terminamos, más de dos palmos de sol habían salido fuera de la sabana. Recuerdo que Manolo, secándose el sudor del pecho con su propia camisa que había guindado de la rama de un árbol, me dijo: “Coronel, es el momento de rezar un Padrenuestro por esta revolución que se le acaba de morir”. Manolo siempre andaba con burlas. Era un niño bien, un hijo de familia que resultó sumándose a la guerrilla por travesura, cuando ocupamos el hato de la vieja Victoria Amaya, su tía. Se había peleado con la novia, creo. Escribía versos… La guerrilla fue para él una gran juerga. Y por seguir la juerga se fue conmigo a Venezuela.

Navegamos todo el día. Me parece estar viendo todavía los barrancos de la ribera y el resplandor del sol en el agua del río. Era tiempo de verano. Los pastos de la sabana estaban amarillos. A veces cruzábamos falcas que remontaban el Meta con su acostumbrada carga de sal y tambores de gasolina. Los marineros nos saludaban al pasar. Acabé durmiéndome, amodorrado por el ruido del motor. Tuve un sueño raro, recuerdo. Soñé que a mis hombres los había capturado el Ejército, que iban en una falca con los brazos atados a la espalda y que al pasar cerca del bote se quejaban diciéndome: “Coronel, nos dan pocillos de tinto, luego nos rompen los huesos”.

Cuando desperté, las riberas se habían alejado. El sol, del lado de Colombia, estaba rojo; parecía un incendio. Del lado de Venezuela había unos inmensos peñascos encendidos como brasas. La corriente se estrellaba contra ellos levantando olas. Soplaba un viento muy fuerte. Por el olor, comprendí que habíamos llegado al Orinoco. Me lo confirmó Puntería a gritos, sentado junto a la caña del motor. Manolo, despabilándose, señaló una bandada de loros que volaban hacia la orilla colombiana.

—Despídase de sus paisanos —me dijo.

Al fin divisamos las luces de las plantas eléctricas de Puerto Páez, en la orilla venezolana, brillando entre rocas y techos de zinc. Era el pueblo más grande que había visto en mucho tiempo desde que había empezado la guerra. Pensé que por primera vez en mucho tiempo podría tomar un baño caliente, comer tres veces al día. ¡Caramba, y beberme un vaso de agua helada! Cosas así se le ocurren a uno cuando llega del monte después de tanto tiempo.

Atracamos en un banco de arena, a cien metros de las primeras casas.

Puntería no quiso quedarse con nosotros en Venezuela. Nos dejó en el playón y se fue navegando hacia la otra orilla. Todavía veo su camisa blanca y su sombrero de fieltro alejándose en la oscuridad del río. Nunca llegó al Vichada, creo. Lo mataron en una cantina de Villavicencio. De un tiro. Como a Guadalupe y al Negro Suárez. A todos fue cobrándoles el Ejército su cuenta, uno por uno. Es tan fácil quebrar una ramita suelta… Los que se dieron cuenta del engaño y se volvieron al monte, tuvieron que quedarse para siempre con el rótulo de bandoleros. Y con ese rótulo de epitafio se murieron también. Pero esa es otra historia.

Yo me quedé en Venezuela. Manolo, que no era hombre de exilios, volvió a su casa. Cogió el paso a la muerte de su padre. Hoy es un ganadero rico, gordo, con un hijo estudiando en la Naval: ni sombra del chusmero que fue. Y a mí, bueno… a mí se me fueron los años sin saber a qué horas. Hice de todo, trabajé en Caracas, en Puerto Cabello, hasta busqué diamantes en Guayana.

A veces, detrás de un mostrador, en una bomba de gasolina o manejando un camión, encuentro a un chusmero de los míos, de los antiguos. Nos bebemos una cerveza conversando de la revolución y brindamos por la otra, por la que ha de venir. ¡Pero qué va! Ahora que hay tanto muchacho hablando de Fidel Castro y del Che y con ganas de meterse al monte, comprendo que es tarde para nosotros. Nada qué hacer, el tren nos dejó. Está pitando lejos. Vea, el pelo se me ha puesto gris, la barriga me abulta. El mes pasado tuve que comprar lentes para leer el periódico. Y aquí estoy, en este pueblo, vendiendo licores como cualquier bodeguero. Por las noches, cuando hace mucho calor y es difícil dormir en el cuarto, saco un taburete a la calle. Pienso muchas cosas. Caramba, me pregunto a veces, ¿qué paso con usted Emilio Santos? ¿A qué horas se le fueron los años en tropel?

De la guerra sólo me queda vivo, bien vivo, el recuerdo del día que enterramos las armas. Y lo peor es que las armas están ahí aguardándonos. Al pie del higuerón. Quisiera encontrar a los muchachos que han sido picados hoy por el mismo avispón que me picó a mí. Quisiera llevarlos allá lejos, al río Meta, donde hace tantos años dejamos enterrada la guaca. Diez fusiles, un F. A., una ametralladora Thompson sirven de mucho para empezar. Quisiera decirles: “Ahí tienen, síganla, muchachos, síganla, que ahora la fiesta es de ustedes”.

 

 


 

 

mendoza_plinio

*Acerca del autor: Plinio Apuleyo Mendoza García es un escritor, periodista y diplomático colombiano. Wikipedia

*Selección de cuentos Luz Mary Giraldo